Biografía | ||
Entrevistas | ||
Críticas | ||
Libro |
Ramón Calsina nació con el siglo. Sus casi noventa años de hoy le confieren una amplitud de miras y un gran saco de recuerdos y anécdotas y una gran carga de sabia experiencia y una divertida mirada. Hijo de trabajadores del Poblenou, ha dedicado su vida a la pintura bajo un especial lema: “Ni literatura, ni Freud, ni hostias, sólo dibujar y pintar”. Todavía hoy es un hombre beligerante, de comentarios ácidos, de afirmaciones duras y excluyentes hacia determinados tipos de pintura que en las últimas décadas se han convertido en los signos del arte y del tiempo. “Antes, todo el mundo decía Picasso. Yo no, yo nunca”. Cuando habla se le mueven las manos y los ojos le chispean con un punto de niño travieso. Su estudio quiere que le recuerde aquellos tiempos de la bohemia donde la estética del pintor llegaba a formar parte de la obra. Hoy todavía trabaja día tras día porque afirma que la cuerda se acaba. Al mismo tiempo, recuerda los años difíciles de la guerra, de la postguerra, del hambre, observando: “Si hubiera tenido éxito a los cuarenta, todo hubiera sido más fácil, pero no hay nada que haga mover más al hombre que la necesidad”.
Su obra mantiene una uniformidad de criterios absoluta. Sus personajes y paisajes han cambiado con el tiempo, pero se mantienen las técnicas, los puntos de vista, los colores, toda la imaginería interior de Calsina. Entre cuadros como Niña de la botella, de 1928, o El piano, de 1980, sólo hay un segundo, un pequeño segundo. Sus cielos obscuros, sus interiores cotidianos, sus toreros, las imágenes del miedo, el silencio, la alegría o la soledad son las claves para un discurso hermético e invulnerable que Calsina ha querido convertir en su sello de identidad. Dibujante, pintor, ilustrador, ha utilizado todos los terrenos para transmitir la voluntad interior de decir cosas, de gritar sin palabras, de rebelarse, ganando adeptos y elogios de gente tan diversa como Joan Oliver, Jaime Pla, Tísner, Perucho, Jardí, Calders, etcétera, en una obra que es toda una vida y que la quiere para toda la vida. A sus noventa años y la memoria firme y clara –“recuerdo”, dice, “como si fuera hoy, el concurso de globos de 1907 que dio paso a tantos y tantos cuadros míos, o a la Semana Trágica, o…” todo en un río inagotable, le hace permanecer al pié del cañón pintando un paisaje que seguramente sólo queda en el recuerdo, dibujando un mundo que le pertenece pero que se le escurre de entre las manos y pensando que aquello que ha defendido encarnizadamente contra modas, cambios, aplausos todavía es válido, absolutamente válido como el primer día en que empezó a pintar. Como decía Pere Quart, el año en que Calsina cumplió ochenta: “Querido Ramón. Eres viejo, pero sano porque tu pintura es tu forma de vida. Has sido honesto y dominas el oficio. Has vivido de él decorosamente sin engañarte ni engañar a nadie”.
Cuando dejamos su estudio, en el fondo de su mirada se ven escritas unas palabras: “Yo, pintar, y basta”.